domingo, 14 de agosto de 2011

LA HERENCIA DE MANUEL PUIG




Buenos Aires, junio de 1991
Tomás detuvo su paso frente a la puerta de la casa de la calle Charcas. Hacía mucho frío para sus 57 años: era pleno junio y anochecía en la Capital. En un gesto leve, dio un paso hacia delante. Tocó el timbre y retrocedió dos metros. No podía evitar sentirse un invasor en ese territorio sensible. Esperó unos segundos, mientras caviló que habían pasado veinte años de la última vez que visitara aquella casa. “Es una profunda pena”, pensó, “que esta vez las razones sean tan distintas”.

Una mujer mayor (bastante mayor que él) abrió la puerta. Al verlo, su boca dibujó una sonrisa visceral, expresión honesta de quien ha sabido vivir sus años con alegría, aunque sus ojos evidenciaban una gran tristeza. Entonces el hombre avanzó y el frío de junio quedó detrás de él, de las puertas para afuera.
En el calor del living, la mujer mayor (a quien llamaban Male) le contó a su visita cómo habían sido los últimos días de su hijo, fallecido el domingo 22 de julio de 1990 en Cuernava, México. Su hijo había sido (y lo sería por siempre, porque el amor de una madre jamás muere) el escritor Manuel Puig. El amigo que ha venido a expresar sus condolencias con casi un año de atraso es el también escritor Tomás Eloy Martínez.
En una pausa que la conversación les concedió entre tanta congoja, ella se puso de pie.
- Vení a saludar a Coco.
Tomás acudió a la invitación siguiéndola en silencio.
- Tenés que verlo. Está precioso – insistió la mujer.
En la sala que Manuel había usado como estudio cuando escribiera Boquitas pintadas y The Buenos Aires Affair, Eloy Martínez pudo advertir el espíritu de su amigo en una suerte de museo privado donde se abarrotaban objetos inconfundiblemente suyos: la máquina de escribir Olivetti, algunas traducciones de Pubis angelical, una biografía de Greta Garbo, libretos radioteatrales. El visitante ancló su mirada en la biblioteca: entre dos budas de porcelana, un cáliz de metal bruñido albergaba las cenizas de Manuel.
- Decile a Coco lo que estás pensando – dijo Male-. No tengas vergüenza. Decile que lo encontrás más lindo que nunca.

Sentir, que es un soplo la vida
Manuel Puig nació el 28 de diciembre de 1932, en General Villegas, provincia de Buenos Aires. En esta ciudad (que se convertiría en el escenario de sus primeras novelas bajo el ficticio nombre de “Coronel Vallejos”) fue donde aprendió a amar al cine, influenciado por la pasión que su madre profesaba por el séptimo arte. Probablemente fue esto lo que lo llevó a vivir una vida casi de película. Pero de película “Clase B”, porque jamás (al menos mientras vivió) ni la crítica ni sus pares supieron reconocer la importancia de su prosa. Su carácter folletinesco sería condenado de por vida.
Su incursión en la literatura, sin embargo, se haría esperar, porque primero intentó denodadamente vincularse al cine. A los 20 años trabajó en los Laboratorios Alex, donde se revelaba el celuloide, se hacían las copias, los títulos y el montaje de cuanta película se filmara por aquel entonces. Luego, con 23 años recién cumplidos ganó una beca para estudiar en Roma, en pleno auge del neorrealismo italiano. Allí conseguiría trabajar en algunos proyectos, siempre en el rubro de los efectos especiales. Después de un esporádico viaje a Londres, de nuevo en Roma, un amigo le sugirió que escribiera algo que tuviera más “carácter autobiográfico”. Fue así que Manuel, centrándose en las aventuras de su primo Jorge, esbozó una historia de amoríos no correspondidos. Había nacido La traición de Rita Hayworth, su primera novela, la que sentaría las bases de su prosa experimental: fragmentos de diarios íntimos, asociaciones de ideas, epístolas, formatos como el folletín o la telenovela, y hasta anécdotas que parecen inconexas se entrecruzan de manera constante para dar vida a una historia coral.

Carta de Tomás Eloy Martínez para el Diario La Nación (1997)
Aquella tarde de junio del ‘91, Male me contó que la muerte había rondado a su hijo durante meses sin poder alcanzarlo. El miércoles 18 de julio de 1990, cuando por fin se le clavó en el vientre, estaba sentado en su estudio de Cuernavaca, escribiendo un guión que le habían pedido. Eran las diez de la mañana.
Había pasado una noche horrible y no se le ocurría nada. “Estoy empezando a dudar de mí, mamá”, le dijo a Male. “Ya no recuerdo cuál fue la última vez que sentí fuerzas para crear y amar”.
A las diez y dos minutos de la mañana le regresó el dolor, con más intensidad que durante la noche. Palideció y dejó caer la cabeza sobre la máquina. Al rato, Male volvió de la pileta y lo encontró apretándose el vientre con las manos, hundidas las ojeras, apagado como una raya en el horizonte. “¿Te ha pasado algo, Coco? ¿Querés un té? Descansá un poco, hijo. Andá al espejo y mirá lo demacrado que te has puesto. El me miró con unos ojos tan desamparados que sentí frío en el alma, ¿sabés?, me di cuenta en el fondo del corazón de que algo malo estaba pasando. Con un hilo de voz me pidió que lo llevase al médico. A ver, le dije, ¿qué te duele? Aquí al costado, me contestó: es como si me cayeran gotas de plomo derretido.”
Esa tarde, a las tres, lo llevaron al quirófano. Salió a las siete y media: se le habían afilado los rasgos, la piel estaba tensa en los pómulos y la frente, como si las ráfagas de la muerte lo hubiesen marcado ya y no le permitieran despertarse.
Tardó más de dos días en salir del coma, pero el Manuel que balbuceó unas pocas palabras al oído de Male no se parecía al de antes. Eran sílabas más bien, torpezas sin sentido. Nadie supo jamás qué había ocurrido. Los médicos de Cuernavaca no dieron explicaciones. Insinuaron que algo pasaba con el corazón.
Manuel murió el domingo 22 al amanecer. Se fue apagando en silencio, sin molestar a nadie. No lo vieron marcharse las enfermeras ni el médico. El timbre junto a la cama estuvo mudo toda la noche y hasta la fiebre de los días últimos se le había evaporado. Acababa de cumplir 58 años.

Ni el tiro del final
"Y como si no bastara con el sueño que llevo en mi alma -y que henchida me empuja como un huracán de popa- otro sueño se proyecta en la pantalla, otro sueño de otra u otro que como yo, se apresta a amar, ama, o recuerda haber amado." 
Manuel Puig. 


(Publicado en diario El Sol  el viernes 22 de julio, 21º aniversario de la muerte del escritor)

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