Buenos Aires,
junio de 1991
Tomás
detuvo su paso frente a la puerta de la casa de la calle Charcas. Hacía mucho
frío para sus 57 años: era pleno junio y anochecía en la Capital. En un gesto
leve, dio un paso hacia delante. Tocó el timbre y retrocedió dos metros. No
podía evitar sentirse un invasor en ese territorio sensible. Esperó unos
segundos, mientras caviló que habían pasado veinte años de la última vez que
visitara aquella casa. “Es una profunda pena”, pensó, “que esta vez las razones
sean tan distintas”.
Una mujer mayor (bastante mayor que él) abrió la puerta. Al verlo, su boca dibujó una sonrisa visceral, expresión honesta de quien ha sabido vivir sus años con alegría, aunque sus ojos evidenciaban una gran tristeza. Entonces el hombre avanzó y el frío de junio quedó detrás de él, de las puertas para afuera.
Una mujer mayor (bastante mayor que él) abrió la puerta. Al verlo, su boca dibujó una sonrisa visceral, expresión honesta de quien ha sabido vivir sus años con alegría, aunque sus ojos evidenciaban una gran tristeza. Entonces el hombre avanzó y el frío de junio quedó detrás de él, de las puertas para afuera.
En
el calor del living, la mujer mayor (a quien llamaban Male) le contó a su
visita cómo habían sido los últimos días de su hijo, fallecido el domingo 22 de
julio de 1990 en Cuernava, México. Su hijo había sido (y lo sería por siempre,
porque el amor de una madre jamás muere) el escritor Manuel Puig. El amigo que
ha venido a expresar sus condolencias con casi un año de atraso es el también
escritor Tomás Eloy Martínez.
En
una pausa que la conversación les concedió entre tanta congoja, ella se puso de
pie.
-
Vení a saludar a Coco.
Tomás
acudió a la invitación siguiéndola en silencio.
-
Tenés que verlo. Está precioso – insistió la mujer.
En
la sala que Manuel había usado como estudio cuando escribiera Boquitas pintadas y The Buenos Aires Affair, Eloy Martínez pudo advertir el espíritu de
su amigo en una suerte de museo privado donde se abarrotaban objetos
inconfundiblemente suyos: la máquina de escribir Olivetti, algunas traducciones
de Pubis angelical, una biografía de
Greta Garbo, libretos radioteatrales. El visitante ancló su mirada en la
biblioteca: entre dos budas de porcelana, un cáliz de metal bruñido albergaba
las cenizas de Manuel.
-
Decile a Coco lo que estás pensando – dijo Male-. No tengas vergüenza. Decile
que lo encontrás más lindo que nunca.
Sentir, que es
un soplo la vida
Manuel
Puig nació el 28 de diciembre de 1932, en General Villegas, provincia de Buenos
Aires. En esta ciudad (que se convertiría en el escenario de sus primeras
novelas bajo el ficticio nombre de “Coronel Vallejos”) fue donde aprendió a
amar al cine, influenciado por la pasión que su madre profesaba por el séptimo
arte. Probablemente fue esto lo que lo llevó a vivir una vida casi de película.
Pero de película “Clase B”, porque jamás (al menos mientras vivió) ni la
crítica ni sus pares supieron reconocer la importancia de su prosa. Su carácter
folletinesco sería condenado de por
vida.
Su incursión en la literatura, sin embargo, se haría esperar, porque primero intentó
denodadamente vincularse al cine. A los 20 años trabajó en los Laboratorios
Alex, donde se revelaba el celuloide, se hacían las copias, los títulos y el
montaje de cuanta película se filmara por aquel entonces. Luego, con 23 años
recién cumplidos ganó una beca para estudiar en Roma, en pleno auge del
neorrealismo italiano. Allí conseguiría trabajar en algunos proyectos, siempre
en el rubro de los efectos especiales. Después de un esporádico viaje a Londres,
de nuevo en Roma, un amigo le sugirió que escribiera algo que tuviera más “carácter
autobiográfico”. Fue así que Manuel, centrándose en las aventuras de su primo
Jorge, esbozó una historia de amoríos no correspondidos. Había nacido La traición de Rita Hayworth, su primera
novela, la que sentaría las bases de su prosa experimental: fragmentos de
diarios íntimos, asociaciones de ideas, epístolas, formatos como el folletín o la telenovela, y hasta anécdotas que parecen inconexas se entrecruzan
de manera constante para dar vida a una historia coral.
Carta de Tomás
Eloy Martínez para el Diario La Nación (1997)
Aquella tarde de junio del
‘91, Male me contó que la muerte había rondado a su hijo durante meses sin
poder alcanzarlo. El miércoles 18 de julio de 1990, cuando por fin se le clavó
en el vientre, estaba sentado en su estudio de Cuernavaca, escribiendo un guión
que le habían pedido. Eran las diez de la mañana.
Había pasado una noche
horrible y no se le ocurría nada. “Estoy empezando a dudar de mí, mamá”, le
dijo a Male. “Ya no recuerdo cuál fue la última vez que sentí fuerzas para crear
y amar”.
A las diez y dos minutos de
la mañana le regresó el dolor, con más intensidad que durante la noche.
Palideció y dejó caer la cabeza sobre la máquina. Al rato, Male volvió de la
pileta y lo encontró apretándose el vientre con las manos, hundidas las ojeras,
apagado como una raya en el horizonte. “¿Te ha pasado algo, Coco? ¿Querés un
té? Descansá un poco, hijo. Andá al espejo y mirá lo demacrado que te has
puesto. El me miró con unos ojos tan desamparados que sentí frío en el alma,
¿sabés?, me di cuenta en el fondo del corazón de que algo malo estaba pasando.
Con un hilo de voz me pidió que lo llevase al médico. A ver, le dije, ¿qué te
duele? Aquí al costado, me contestó: es como si me cayeran gotas de plomo
derretido.”
Esa tarde, a las tres, lo llevaron
al quirófano. Salió a las siete y media: se le habían afilado los rasgos, la
piel estaba tensa en los pómulos y la frente, como si las ráfagas de la muerte
lo hubiesen marcado ya y no le permitieran despertarse.
Tardó más de dos días en
salir del coma, pero el Manuel que balbuceó unas pocas palabras al oído de Male
no se parecía al de antes. Eran sílabas más bien, torpezas sin sentido. Nadie
supo jamás qué había ocurrido. Los médicos de Cuernavaca no dieron
explicaciones. Insinuaron que algo pasaba con el corazón.
Manuel murió el domingo 22
al amanecer. Se fue apagando en silencio, sin molestar a nadie. No lo vieron
marcharse las enfermeras ni el médico. El timbre junto a la cama estuvo mudo
toda la noche y hasta la fiebre de los días últimos se le había evaporado.
Acababa de cumplir 58 años.
Ni el tiro del
final
"Y como si no bastara con el sueño que llevo en mi alma -y que henchida me empuja como un huracán de popa- otro sueño se proyecta en la pantalla, otro sueño de otra u otro que como yo, se apresta a amar, ama, o recuerda haber amado."
Manuel Puig.
(Publicado en diario El Sol el viernes 22 de julio, 21º aniversario de la muerte del escritor)
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